Los niños no solo son el futuro de nuestras sociedades: son el presente más valioso que tenemos.
La infancia es, sin duda, una de las etapas más puras y maravillosas de la vida humana. En ella florecen la inocencia, la ingenuidad y una visión del mundo libre de prejuicios. Los niños y niñas viven con una intensidad emocional única, descubriendo cada día el universo con ojos nuevos, llenos de asombro, esperanza y confianza. Esa fragilidad y ternura que los caracteriza no es una debilidad, sino una manifestación profunda de su humanidad en formación.
Precisamente por su condición de seres en pleno desarrollo —físico, biológico y, sobre todo, psicológico—, la infancia requiere de un cuidado extremo, de una protección imperativa e innegociable. Los niños no solo son el futuro de nuestras sociedades: son el presente más valioso que tenemos. No se trata solo de brindarles alimento y educación, sino también de garantizar un entorno emocional y social que respete su dignidad, potencie su crecimiento y asegure su felicidad.

En este sentido, el respeto a los Derechos Humanos de los niños y niñas es una responsabilidad universal. No es negociable, ni puede estar sujeto a ideologías o conveniencias políticas. Su condición de inimputables, reconocida por la ley internacional, no es un mero tecnicismo legal: responde al hecho de que aún no poseen la madurez suficiente para asumir determinadas responsabilidades o tomar decisiones trascendentales.
Por eso no pueden votar, consumir alcohol, decidir sobre cambios permanentes relacionados con su identidad sexual ni escuchar música de moda que denigra a las mujeres y hace apología de la violencia. Estas limitaciones no deben verse como restricciones, sino como protecciones frente a decisiones que requieren un nivel de desarrollo cognitivo y emocional que aún están construyendo.

Garantizar estos derechos implica no exponer a los niños a presiones sociales o influencias ideológicas que puedan afectar su desarrollo natural. Respetar su ritmo, su identidad en evolución y su derecho a crecer sin imposiciones es un acto de profundo amor y responsabilidad.
La infancia es una obra en proceso, una etapa que si se cuida bien deja huellas luminosas para toda la vida. No hay mayor deber ni privilegio que el de protegerla. Porque al cuidar de la infancia, cuidamos del alma misma de la humanidad.
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