Los funcionarios públicos tienen el deber legal y ético de mantener sus creencias en el ámbito privado.
La reciente declaración del presidente municipal de Querétaro, Felifer Macías, haciendo un llamado abierto a la fe católica como parte de una estrategia turística, ha encendido un debate que va más allá del turismo o de la espiritualidad: toca los cimientos del Estado laico mexicano, establecido con claridad desde las Leyes de Reforma impulsadas por Benito Juárez en el siglo XIX.
Este momento resulta especialmente delicado para el mundo, tras la muerte del Papa Francisco I, un líder que marcó una etapa en la historia moderna de la Iglesia. En medio de la incertidumbre y sensibilidad que genera su partida, la instrumentalización de la fe con fines políticos o económicos resulta aún más cuestionable. No se trata de negar la libertad religiosa, sino de recordar que los funcionarios públicos tienen el deber legal y ético de mantener sus creencias en el ámbito privado, y no combinar su papel institucional con actos de culto o expresiones religiosas públicas que puedan prestarse a confusión o manipulación.

Una herencia legal que defiende la neutralidad
Las Leyes de Reforma (1855-1863) —particularmente la Ley de Separación Iglesia-Estado y la Ley sobre Libertad de Cultos— establecieron el principio de la laicidad del Estado mexicano. Esta base jurídica, reforzada en la Constitución de 1917 y vigente hasta hoy, busca garantizar que todas las personas puedan ejercer su religión libremente, pero también que el gobierno no privilegie, promueva ni se apoye en ninguna creencia religiosa para ejercer sus funciones.
La finalidad es clara: evitar que la religión se use como herramienta de control político o que se margine a quienes no comparten la fe dominante. Es un principio de inclusión, no de censura.
Cuando la fe se convierte en estrategia
El llamado del edil queretano a abrazar la fe católica como motor turístico parece cruzar dos líneas rojas: la constitucional y la ética. Por un lado, alienta públicamente una religión desde un cargo público, lo cual puede ser interpretado como una violación al principio de laicidad. Por otro, busca capitalizar económicamente la fe de millones de creyentes, lo que podría entenderse como una forma de lucrar con lo sagrado.
La fe, en cualquier contexto, debe ser una elección personal, libre de presiones o condicionamientos políticos. Cuando se utiliza como atractivo turístico, se corre el riesgo de desvirtuar su dimensión espiritual, y de enviar un mensaje ambiguo sobre la función del Estado: ¿está al servicio de todos, o solo de quienes comparten cierta fe?
El riesgo del oportunismo
En un contexto internacional marcado por cambios profundos en las estructuras religiosas, y con un nuevo liderazgo en el Vaticano en puerta, la tentación de utilizar la religión como estrategia política puede crecer. No sería la primera vez que un actor político intenta ganar adeptos identificándose con una mayoría religiosa. Pero en México, un país diverso y plural, esto representa una peligrosa regresión.
La separación entre Iglesia y Estado no es una formalidad histórica, es una garantía de convivencia democrática y pluralidad. Respetarla no implica excluir la religión del espacio público, sino evitar que los representantes del poder público la utilicen como plataforma política o económica.
Un llamado al respeto institucional
Hoy más que nunca, es importante que los servidores públicos comprendan que su investidura los obliga a representar a todas y todos, sin distinción de fe. Las expresiones religiosas personales deben mantenerse en el ámbito privado, y no formar parte de discursos, campañas, eventos oficiales o estrategias de recaudación.
Si la promoción turística de una ciudad incluye templos o festividades religiosas, debe hacerse desde una perspectiva cultural e histórica, no doctrinal ni devocional. Lo contrario, además de ser inconstitucional, envía un mensaje divisivo y genera dudas legítimas sobre la intención detrás de tales actos.
La línea entre el respeto a la fe y el uso político de la religión es delgada, pero clara. En un Estado laico, cruzarla tiene consecuencias no solo legales, sino morales.
Leave a Comment
Your email address will not be published. Required fields are marked with *